Memorias de una mujer libre



Capítulo 5.- New York, New York

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"Retiré la suave cobija que me cubría, una sábana sedosa y una ligerísima pero acogedora manta beige, y quedé desnuda."

Todavía quedaban más de seis horas de vuelo. Las tres primeras no habían estado mal: impredecibles pero motivadoras. Los chicos se fueron a la cabina de mandos y las chicas nos habíamos subido a la zona de Gran Clase. Una discreta escalera enmoquetada nos llevó directamente a un compartimento realmente agradable, de colores cremas con pequeños detalles en azul y seis inmensas butacas que podían convertirse en camas de ochenta centímetros. Un bar perfectamente equipado ocupaba todo el fondo posterior mientras que delante, una ventana especial, apaisada, dejaba ver el cielo. A los lados, las convencionales escotillas semicerradas.
Ocupé una poltrona que abrió Macarena y me acosté. Me sentía cansada, con necesidad de dormir un rato. Nada más conseguir la penumbra necesaria, tras cerrar la ventana frontal, casi sin darle tiempo a Macarena de salir, perdí la noción del tiempo y del espacio. El sonido de los motores, bastante amortiguado, es lo último que recuerdo.
Al despertar, todo seguía lo mismo. Al lado de mi mano derecha un botón blanco rotulado "azafata" se encendió al pulsarlo. En menos de un minuto subió Celia, la sobrecargo, exultante, atractiva, casi hiriente en su frescura, su belleza, su olor y la rotundidad de su cuerpo.
- Buenas tardes, querida. ¿Cómo estás? Te hemos echado de menos. ¿Sabes cuánto has dormido? Seis horas. Dentro de unos minutos Sergio anunciará que comenzamos el descenso al aeropuerto de John Fitgerard Kennedy. ¿Te apetece algo? Si quieres, puedes ducharte. Aquí mismo, en el baño de esta planta, o en el de abajo, que ya conoces. He venido yo en lugar de Maca, que está ayudando a retirar los complementos y bandejas en Turista. Espero que no te importe.
Mientras hablaba se había acercado, cariñosa. Me acariciaba el pelo y la cara y, un par de veces me besó suavemente en los labios. Esa mujer me gustaba tanto o más que Maru. Me sentía excitadísima y feliz, pero deseosa de descubrir sus secretos. Macarena también me interesaba pero de otra forma. Su coño rasuradísimo y obsceno, con la desnudez agresiva que presentaban las ninfas grandes y colgando y el pequeño clítoris marcando el inicio de su raja, me ponían extremadamente nerviosa, pero todavía no se si me gustaría realmente, aunque su olor me había resultado sumamente excitante cuando lo tuve a la altura de mis ojos, mientras le comía la cabeza al cocodrilo de Fernando. ¡El cocodrilo! Nunca se me olvidó el calificativo que le dio César y que tan ajustado era a la realidad. Os juro que si en un momento dado se hubiera partido y abierto unas fauces dentadas, no sólo no me hubiera extrañado sino que le hubiera comido la boca de la misma manera que succioné el único ojo de su gran cabeza.
Retiré la suave cobija que me cubría, una sábana sedosa y una ligerísima pero acogedora manta beige, y quedé desnuda. Espléndidamente desnuda, la verdad. Y Celia no fue en absoluto inmune a lo que le mostraba. Mas bien todo lo contrario, pues se puso repentinamente seria y mirándome fijamente me acarició delicadísima y lentamente todo el cuerpo, pero deteniéndose en donde más me gustaba, en el centro de mí, en el punto exacto en donde mi existencia había situado el intransferible péndulo de Foucault que ordenaba mi vida, que dirigía mis acciones con un vaivén matemático y preciso, siempre encaminado a la búsqueda del placer, a la satisfacción de mis deseos más constantes e irrenunciables.

"Me deslicé por el abismo de un orgasmo imprevisto, con la misma vocación de muerte que cuando Maru me abrazó por primera vez..."

Abrí mis piernas y le dejé ver todo. Bajó su cabeza y me besó exactamente en medio de la raja que le mostraba abierta, caliente y predispuesta. Fue un beso sencillo, sin lengua, un ósculo entrañable y sincero, una muestra de reverencia, admiración y cariño; un gesto como de pleitesía humilde, de sometimiento y ruego, de oferta sin condiciones. ¿Os querréis creer que esa caricia tan especial, tan imprevista, me subió de pronto a lo más alto del tobogán de las sensaciones, situándome en ese punto en que se inicia la bajada sin remisión, sin posibilidad de vuelta atrás? Me deslicé por el abismo de un orgasmo imprevisto, con la misma vocación de muerte que cuando Maru me abrazó por primera vez y, tras lamerme toda, me comió el coño y el culo, metiéndome la lengua hasta la matriz. Fue, sencillamente, perfecto. Un orgasmo rápido, total y definitivo. Cuando cesaron mis convulsiones y abrí los ojos, Celia se estaba desnudando y me hablaba.
- Ahora voy a darte placer de verdad y si tu quieres, me lo vas a dar a mí.
-Ven conmigo, abrázame, déjame que te conozca y que te aspire, que me llene de tus aromas, que indague en ti como un explorador agotado al que el descubrimiento de un filón le hiciera sentirse más fuerte y dinámico que nunca.
Y lo hizo. Se desnudó y me dejó sin respiración. Me sentí tan turbada, tan alarmada al verla desnuda, al descubrir su sexo que comprendí de inmediato el comentario que me había hecho César. Y así fue, me volví loca. Primero con una mezcla de curiosidad y deseo; luego con una voracidad salvaje y un extraño sentimiento de desamparo que me invadía ante la posibilidad de que me dejara, de que se fuera, sin dejarme apurar, disfrutar todo lo que prometía, lo que estaba viendo.
Siempre me habían excitado los contrastes entre el color del pelo de la cabeza y el del sexo. Celia tenía una cabellera rubia absolutamente deliciosa, de un dorado espectacular y brillante que la seguía como una aureola cuando la movía, dándole a su cara una luminosidad especial. Su boca grande, de labios carnosos, marcaban el acento en un rostro perfecto en donde la contradicción de sus ojos marrones no dejaban presuponer que su monte de venus estuviera poblado de un pelo tan negro y ensortijado. Pero así era: Bajo su liso abdomen, si acaso una leve curva iniciada bajo el ombligo y en donde ya marcaba una leve alfombra de vello suave, el oscuro triángulo que, aún tan parecido al mío en extensión, me llamaba, ejerciendo una atracción de imán a mis ojos y a mis manos. Pero entre ese rico vello que ya me emocionaba antes de tocarlo, algo carnoso sobresalía. En el lugar de su clítoris, una pequeña polla se abría paso entre la maraña del felpudo. Levantada hacia arriba, de no más de siete centímetros, titilaba húmeda y procaz dejándome absolutamente noqueada.
Le pedí que se acercara hasta ponerse frente a mí. Desde mi posición, sentada en la cama, veía ese extraño y espectacular coño en primer plano. Lo toqué, la toqué. Estaba chorreando toda la raja. El clítoris, pues eso era aquel micropene delicioso, también. La miré interrogándola.
- Nací así. ¿Te doy asco? Si quieres lo dejamos. De niña mis padres me explicaron que yo era un caso excepcional, que tenía una hipertrofia de clítoris que me convertía en hermafrodita, pues también eyaculo por ese pene que estás viendo y que se muere de ganas de ti. De que lo chupes, de que lo muerdas, de que lo machaques mientras dejas que me sumerja en lo más profundo de tu coño. Te quiero, Daniela. Desde el primer momento te intuí especial, como si supiera que iba a abrirte un camino nuevo y que ya no me abandonarías nunca. Dentro de un rato vamos a separarnos, pero necesito saber si tendrás tiempo para mí en Nueva York.
- ¿Follaste con César?
- Llevo follando con ese cabrón desde que tenía catorce años. Pero si lo que quieres saber es si le quiero o si hay algún lazo entre nosotros que no sea el de sus instintos y los míos, pasando por sus artilugios de dolor, puedes estar tranquila.
- No, si tranquila estoy. Y para que no te confundas, te diré que a mí César me interesa en cuanto es capaz de aceptarme como soy y sin poner trabas a mi libertad, pero que ni estoy atada a él ni lo estaré nunca. Al menos por sentimiento alguno amatorio. Anda, acércate más, y dejémonos de hacernos pajas mentales. Por supuesto que tendré tiempo para ti en Nueva York, y si no lo tengo, lo buscaré. Quiero chuparte esa dulce pollita que tienes ahí, mientras te acaricio la vulva rica que te veo y que necesito explorar ya con mi boca.
Cuando Celia se acercó lo suficiente, me puse en la boca todo su coño incluyendo el súper clítoris que temblaba tenso y golpeaba mis dientes con suavidad. Era un coño gordo y de profundo olor marino con notas de cítrico y canela, quizás también de cinamomo. Toda la cara chapoteaba en esa calentísima y pantanosa boca vertical mientras mi mano derecha hacía un embudo apiñando los dedos que metí por mi propio coño hasta casi la muñeca. Por cierto, que mi abierta vulva tampoco tenía nada que envidiarle, al menos en cuanto a su abundante lubricación. Sentí de pronto la necesidad de besarla en la boca, de tragarme su lengua, y así, me incorporé y, notando el duro miembro contra mi coño, me apliqué a proporcionar a Celia el más guarro y patinador pero dulce beso que había dado nunca. Nuestras bocas se resbalaban mutuamente mientras aspirábamos el profundo y excitante olor a coño limpio, sano y motivado. Las dos sentíamos la cara chorreando y escurridiza como nuestras vulvas, mientras las lenguas mantenían un medido combate en el que ninguna de las dos resultaría victoriosa, sino ambas, porque de esa lucha dulce en la que la ferocidad de nuestros dientes medían milimétricamente cada avance y mordisco, en que nuestras lenguas llegaban a acariciar hasta la úvula y palpaban cada resquicio, cada oquedad de nuestras bocas, nos beneficiábamos generosamente.
Así estábamos cuando alguien dio dos golpes a la puerta. La voz de Macarena, desde fuera, anunció que se iniciaba el descenso y que necesitaban a Celia en la cabina. Nos vestimos rápidamente, sin lavarnos, y bajamos dolorosamente, frustradamente, con nuestras piernas de algodón y oliendo intensamente a sexo.
-¡Joder, que rico olor a coño!, comentaron Sergio y Fernando cuando Celia se presentó para recibir instrucciones del capitán. César estaba dormido en su asiento y a su lado me senté abrochándome el cinturón. Eran las siete de la tarde hora local y un cielo rojo, casi llameante, parecía querer abrasarnos desde el exterior. Cuando nos aproximábamos al aeropuerto, los inequívocos perfiles del Empire State y de las Torres Gemelas se dibujaron en perfecto contraluz. Minutos más tarde aguardábamos ante la cola de inmigración y control de pasaportes. Después de los trámites de rigor que pasamos sin más complicaciones, recogimos el equipaje que transportó un maletero hasta la salida en donde un coche negro del Hotel Plaza nos esperaba. Tras identificarse, César me invitó a subir. Era la primera vez que me montaba en una limusina.
A las ocho cuarenta y siete en punto traspasaba la puerta rotatoria principal del Hotel. A las ocho y quince estaba dándome una ducha en la habitación del piso 22 que había reservado César. A las nueve de la noche salíamos ambos a cenar. A las nueve y veintitrés nos estábamos sentando en la mesa número siete del impresionante y exquisito comedor dorado del Four Seasons, entre Park Avenue y Lexington, en el Midtown. Huevas de sábalo con chalotes, guisantes y bacón más una estupenda langosta asada constituyó el soberbio menú que acompañamos de un vino blanco de California muy frío.

"...así que lo que hice fue subirme la falda y dejar que se me viera más de mi cuerpo que de mi atuendo"

Eran las diez treinta cuando retiraron la mesa. Nos estaban sirviendo una copa de chartreuse helado cuando un negro joven y guapo de casi dos metros, vestido con un impecable traje negro y camisa de seda color morado con cuello Mao, se acercó a nosotros y saludó a César que, a su vez, me lo presentó.
-Éste es Jacob. Esta es Daniela. Puedes llamarlo Yéicob, querida.
Y se sentó. El tipo, que casi no me miró, tenía la boca más jodidamente sensual que yo había visto así, en vivo y en directo, a menos de un metro de la mía. Dientes blanquísimos que brillaban entre labios gruesos pero no excesivos, de color berenjena pálido. Como el traje le quedaba elegantemente holgado no pude apreciar el tamaño de su paquete, con lo que fue todavía peor, pues me imaginé un pedazo de polla negra cayéndole en reposo hasta media pierna y unos huevos en consonancia. Las manos eran grandes y hermosas, con algunas pecas más oscuras y venas señaladas en el dorso. La palma la tenía como desgastada, de un color parecida a la de los blancos pero que el contraste hacía que parecieran más blancas aún, como de un enfermo de pitiriasis versicolor. El cuello, poderoso, sostenía un magnífico cráneo de orejas pequeñas y pelo muy corto y, extraño para un negro de su edad –debía andar por los treinta y cinco-, casi calvo, pues las entradas le llegaban a mitad de la cabeza. Ojos de tamaño justo e intensos y una nariz prominente pero nada obscena completaban el panorama. Tenía los pies muy grandes, seguramente calzaba un cuarenta y siete o cuarenta y ocho, y -es importante anotarlo- la ropa le sentaba de puta madre: se movía con exquisitos movimientos, aparentemente descuidados, que imprimían a su atuendo ondas dinámicas aunque tranquilas. En una palabra, este negro me gustó un huevo. Y César, y el tal Jacob creo que también, lo había notado.
Bebió un RedBull sin azucar con hielo y una rodaja de mango, mientras nosotros saboreábamos el Chartreuse. Y habló casi en clave con César. A las diez cincuenta y cinco salíamos del Four Seasons y, esta vez en el coche de Jacob, que lo trajo un diligente mozo del aparcamiento, nos encaminamos al Rainbow Room, un club en la Rockefeller Place que César frecuentaba y del que me aseguró me gustaría mucho. Y así fue, era un local espléndido. Estaba situado en la planta 65 de un impresionante edificio y nos pusieron una mesa desde la que las vistas, incluida la del Empire State, iluminado de color verde esa noche –luego supe que cambiaba de iluminación por días-, eran de ensueño. Y todo el mundo, como en el restaurante, iba muy elegante. En cierto modo, me noté un poco incómoda, pues mi ropa no era especialmente lujosa y me temo que elegante tampoco, así que lo que hice fue subirme la falda y dejar que se me viera más de mi cuerpo que de mi atuendo, lo que constituyó un éxito absoluto pues además de insuflarme autoconfianza, hizo que gran parte del personal me tuviera como objetivo.
Jacob hablaba con César en inglés y casi en un susurro. Como comencé a aburrirme me dediqué a indagar por el local, a recorrerlo con aire ausente pero fijándome casi fotográficamente en todo y en todos. Especialmente en todos, pues la verdad es que el material era de primera clase. Gente rica, del mundo de los negocios y de lo que luego supe era la mafia exquisita de Manhattan, su espuma dorada: periodistas, críticos de teatro y cine, algún actor en rodaje, escritores de fama o en busca de ella, empresarios, promotores, deportistas, presentadores de televisión, seguramente algún turista como yo y, en fin, una larga lista de profesionales en la cima o casi. Y muchas putas, sobre todo una gran cantidad de putas al estilo yanki: tías de largas uñas de cerámica, tetas de silicona y rubio teñido, todo ello enfundado en vestidos de Versace, Prada o Moschino. O sea, superelegantes y súper atractivas, las muy cabronas.
En los baños, tan grandes que el hall de los de las tías tenía una inmensa encimera con ocho lavabos grises y un gran espejo biselado de una sola pieza de más de cinco metros de largo, me entretuve un rato. Me abrí hueco a duras penas en un rincón de ese mostrador de abluciones, alrededor del cual se agrupaban como gallinas diez o doce lumis que le daban al empolvado de nariz con una dedicación casi escandalosa, y me dediqué a mirar, que a escuchar no podía pues mi inglés aún era un proyecto. Cuando ya me iba tras haber indagado en la ropa interior de casi todas, pues la mostraban impúdicamente alisándose las medias o cambiándose el támpax, escuché hablar en español.
-¿Has visto quien está ahí, Marga?
-Sí, ya me he dado cuenta. El hijoputa de Jacob con el otro cabrón degenerado de César. ¡Su muertos!, pero qué gusto el enorme pollón del negro. ¿Conoces a la tía que los acompaña?
-Ni puta idea, pero parece una cateta infeliz de las que tanto le gustan a César. La pobre, no sabe la que le espera.
-¿Le decimos algo? Parece buena chica ¿no?
-¡Y una mierda! Que se las arregle sola, como nosotros lo hicimos. Además, va a flipar con Jacob. Y si le va la marcha, también con César. ¿O no?
-La verdad es que tienes razón, cariño. A nosotras no nos fue tan mal, salvo que a mí me dejaron el culo hecho unos zorros para un mes...
Salí en seguida para verlas. Eran dos rubias de tipos espectaculares, jóvenes, que se movían con soltura y decisión en medio de ese ambiente que a mí me cortaba un poco. El culo de una de ellas, enfundado en un vestido corto de seda roja, seguramente de firma, me encogió la boca del estómago. Cuando iba a aproximarme, más motivada por lo que presentía guardaba bajo la falda que por el deseo de saber más de mis acompañantes, me di de bruces con Jacob que, con una gran sonrisa, me tomó abiertamente de la cintura y me indicó en un mal español que César me estaba buscando.
-Nos vamos, Dana. Es muy tarde y tenemos que madrugar. Nos llevará Jacob al Hotel y mañana nos recoge. Los próximos tres días los vamos a dedicar a que conozcas algo de la ciudad. Luego te prestaremos toda nuestra atención. La nuestra y la de unos amigos de Jacob que van a encantarte. Pero, primero, a moverte por Manhattan. Que a eso has venido. Entre otras cosas, ¿no? Además, te prometí que comprarías ropa y lo que quisieras.
A las tres y media de la madrugada estábamos metiéndonos en la cama. César en la suya, enorme, y yo, al lado, en la mía también grandísima. La habitación era casi como todo mi apartamento de Sevilla, y nada más dejarme caer, el sueño, como una anestesia, me transportó a la nada.

* * *

"Y más, soy mala, lo reconozco, por lo que vino después, cuando mis acompañantes decidieron que se había terminado la tregua."

Los siguientes días, como anunció César, fueron agotadores. Nos movimos por la ciudad con la avidez de un turista que pensara van a quitar las cosas antes de que las viera. Y no solo de Manhattan, como me había anunciado mi amigo, sino que recorrimos desde Tribeca a Chelsea pasando por el Chinatown, el Soho, el Bronx, Brooklyn...Ni me acuerdo. Todo era meteórico, desmesurado, maravillosamente agotador. La ciudad me parecía inmensa, inabarcable, sorprendente hasta en sus menores detalles, bien fueran los niños jugando en la calle entre el tráfico, los grupos de negros que hacían rapp en cualquier esquina, los repartidores de supermercados, los travestis con zapatos como zancos, altísimos, o las exquisitas putas de los restaurantes y bares de copas de lujo en donde aterrizábamos de vez en cuando. Para la mañana que César decidió dedicar al Greenwich Village, me puse unos zapatos deportivos comodísimos que él me había comprado en una tienda inmensa en la que solo vendían este tipo de calzado, y me puse una falda deportiva corta con un top blanco ajustado y sin nada debajo. Al pasar por los jardines de Saint Luke in the Fields, al lado de los muros de un edificio que parecía algo religioso, un tipo con una gabardina azul marino nos enseñó la polla. Tenía una erección de campeonato y casi me desmayo de la impresión. Más que por el susto, que para nada, porque se la hubiera comido allí mismo, que llevaba unos días de ayuno y abstinencia y ya me preguntaba si no sería adecuado que, entre visita y comida alguien, aunque fuera César, o Jacob, que no se me olvidaba el comentario que escuché el baño a esas españolas, me machacaran un poco, pues empezaba a estar nerviosa y malhumorada y necesitaba marcha.
De esa guisa, demasiado provocativa según Jacob, con el que nos reunimos en el Tavern on the Green, nos atrevimos a entrar en tan recomendable restaurante. Menos mal que su ambiente es abierto y, aunque yo concité todas las miradas del comedor noble, el que está justo antes del jardín, no hubo problemas y comí riquísimo. Naturalmente, a cambio de pagar una cifra que casi me escandaliza. Pero estuvo bien: el marisco y la carne, combinados en platos impensables, me pusieron a cien. Además, como no llevaba braguitas y siempre me ha gustado jugar, estuve poniendo a un chico de enfrente que estaba con su novia, creo, como una moto. Tanto que, cuando se levantaron para marcharse, quizás por indicación de su colérica acompañante, lucía una hermosa tienda de campaña que, puedo aseguraros, no pasó desapercibida.
Los tres días de recorrer la ciudad se convirtieron finalmente en seis y, aunque jamás tuve sexo durante ese lapsus turístico, lo pasé de puta madre, si hago abstracción de que a partir del cuarto ya me tuve que dedicar aplicadamente tres o cuatro veces por día a calmar el infierno que se me estaba resucitando entre las piernas. Pero ya digo, estuvo bien. Llegamos hasta Tribeca y State Island, que todavía no se como estoy viva. Fue agradablemente agotador. Comimos en las mejores trattorías, en los más rutilantes japoneses y en los sitios más exclusivos de Manhattan. Tomamos copas y escuchamos jazz en tugurios increíbles y maravillosos. Y hasta me metí en un lago en Central Park. Por supuesto, subimos al Empire State Building y recorrimos el Moma y el Guggenhein.
También fuimos de compras: recorrí lo mejor de las más seductoras tiendas de ropa interior y me proveí de repuestos, pantalones, vestidos, bolsos, cinturones y zapatos, por lo menos diez pares. Naturalmente tuvimos que comprar unas maletas que Jacob se empeñó en regalarme, a condición de que no mirara su precio: las compró en una tienda increíble de Vuiton que había cerca de la calle cuarenta y dos. Los perfumes, en Lalique, por supuesto. Y César me regaló, además de los que quise, un hermoso corazón de ese maravilloso cristal de esa firma, de color fuego, que colgué a mi cuelo con una cinta de seda negra y que todavía conservo.
Siempre recordaré esta casi semana. Y más, soy mala, lo reconozco, por lo que vino después, cuando mis acompañantes decidieron que se había terminado la tregua. Fueron otros días inolvidables y peligrosos que todavía me provocan sentimientos contrarios. Pero os lo voy a contar con todo detalle.
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© Guido Casavieja, 2008.-


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