De esa guisa, demasiado provocativa según Jacob, con el que nos reunimos en el Tavern on the Green, nos atrevimos a entrar en tan recomendable restaurante. Menos mal que su ambiente es abierto y, aunque yo concité todas las miradas del comedor noble, el que está justo antes del jardín, no hubo problemas y comí riquísimo. Naturalmente, a cambio de pagar una cifra que casi me escandaliza. Pero estuvo bien: el marisco y la carne, combinados en platos impensables, me pusieron a cien. Además, como no llevaba braguitas y siempre me ha gustado jugar, estuve poniendo a un chico de enfrente que estaba con su novia, creo, como una moto. Tanto que, cuando se levantaron para marcharse, quizás por indicación de su colérica acompañante, lucía una hermosa tienda de campaña que, puedo aseguraros, no pasó desapercibida.
Los tres días de recorrer la ciudad se convirtieron finalmente en seis y, aunque jamás tuve sexo durante ese lapsus turístico, lo pasé de puta madre, si hago abstracción de que a partir del cuarto ya me tuve que dedicar aplicadamente tres o cuatro veces por día a calmar el infierno que se me estaba resucitando entre las piernas. Pero ya digo, estuvo bien. Llegamos hasta Tribeca y State Island, que todavía no se como estoy viva. Fue agradablemente agotador. Comimos en las mejores trattorías, en los más rutilantes japoneses y en los sitios más exclusivos de Manhattan. Tomamos copas y escuchamos jazz en tugurios increíbles y maravillosos. Y hasta me metí en un lago en Central Park. Por supuesto, subimos al Empire State Building y recorrimos el Moma y el Guggenhein.
También fuimos de compras: recorrí lo mejor de las más seductoras tiendas de ropa interior y me proveí de repuestos, pantalones, vestidos, bolsos, cinturones y zapatos, por lo menos diez pares. Naturalmente tuvimos que comprar unas maletas que Jacob se empeñó en regalarme, a condición de que no mirara su precio: las compró en una tienda increíble de Vuiton que había cerca de la calle cuarenta y dos. Los perfumes, en Lalique, por supuesto. Y César me regaló, además de los que quise, un hermoso corazón de ese maravilloso cristal de esa firma, de color fuego, que colgué a mi cuelo con una cinta de seda negra y que todavía conservo.
Siempre recordaré esta casi semana. Y más, soy mala, lo reconozco, por lo que vino después, cuando mis acompañantes decidieron que se había terminado la tregua. Fueron otros días inolvidables y peligrosos que todavía me provocan sentimientos contrarios. Pero os lo voy a contar con todo detalle.
.
© Guido Casavieja, 2008.-
.