"Me deslicé por el abismo de un orgasmo imprevisto, con la misma vocación de muerte que cuando Maru me abrazó por primera vez..."

Abrí mis piernas y le dejé ver todo. Bajó su cabeza y me besó exactamente en medio de la raja que le mostraba abierta, caliente y predispuesta. Fue un beso sencillo, sin lengua, un ósculo entrañable y sincero, una muestra de reverencia, admiración y cariño; un gesto como de pleitesía humilde, de sometimiento y ruego, de oferta sin condiciones. ¿Os querréis creer que esa caricia tan especial, tan imprevista, me subió de pronto a lo más alto del tobogán de las sensaciones, situándome en ese punto en que se inicia la bajada sin remisión, sin posibilidad de vuelta atrás? Me deslicé por el abismo de un orgasmo imprevisto, con la misma vocación de muerte que cuando Maru me abrazó por primera vez y, tras lamerme toda, me comió el coño y el culo, metiéndome la lengua hasta la matriz. Fue, sencillamente, perfecto. Un orgasmo rápido, total y definitivo. Cuando cesaron mis convulsiones y abrí los ojos, Celia se estaba desnudando y me hablaba.
- Ahora voy a darte placer de verdad y si tu quieres, me lo vas a dar a mí.
-Ven conmigo, abrázame, déjame que te conozca y que te aspire, que me llene de tus aromas, que indague en ti como un explorador agotado al que el descubrimiento de un filón le hiciera sentirse más fuerte y dinámico que nunca.
Y lo hizo. Se desnudó y me dejó sin respiración. Me sentí tan turbada, tan alarmada al verla desnuda, al descubrir su sexo que comprendí de inmediato el comentario que me había hecho César. Y así fue, me volví loca. Primero con una mezcla de curiosidad y deseo; luego con una voracidad salvaje y un extraño sentimiento de desamparo que me invadía ante la posibilidad de que me dejara, de que se fuera, sin dejarme apurar, disfrutar todo lo que prometía, lo que estaba viendo.
Siempre me habían excitado los contrastes entre el color del pelo de la cabeza y el del sexo. Celia tenía una cabellera rubia absolutamente deliciosa, de un dorado espectacular y brillante que la seguía como una aureola cuando la movía, dándole a su cara una luminosidad especial. Su boca grande, de labios carnosos, marcaban el acento en un rostro perfecto en donde la contradicción de sus ojos marrones no dejaban presuponer que su monte de venus estuviera poblado de un pelo tan negro y ensortijado. Pero así era: Bajo su liso abdomen, si acaso una leve curva iniciada bajo el ombligo y en donde ya marcaba una leve alfombra de vello suave, el oscuro triángulo que, aún tan parecido al mío en extensión, me llamaba, ejerciendo una atracción de imán a mis ojos y a mis manos. Pero entre ese rico vello que ya me emocionaba antes de tocarlo, algo carnoso sobresalía. En el lugar de su clítoris, una pequeña polla se abría paso entre la maraña del felpudo. Levantada hacia arriba, de no más de siete centímetros, titilaba húmeda y procaz dejándome absolutamente noqueada.
Le pedí que se acercara hasta ponerse frente a mí. Desde mi posición, sentada en la cama, veía ese extraño y espectacular coño en primer plano. Lo toqué, la toqué. Estaba chorreando toda la raja. El clítoris, pues eso era aquel micropene delicioso, también. La miré interrogándola.
- Nací así. ¿Te doy asco? Si quieres lo dejamos. De niña mis padres me explicaron que yo era un caso excepcional, que tenía una hipertrofia de clítoris que me convertía en hermafrodita, pues también eyaculo por ese pene que estás viendo y que se muere de ganas de ti. De que lo chupes, de que lo muerdas, de que lo machaques mientras dejas que me sumerja en lo más profundo de tu coño. Te quiero, Daniela. Desde el primer momento te intuí especial, como si supiera que iba a abrirte un camino nuevo y que ya no me abandonarías nunca. Dentro de un rato vamos a separarnos, pero necesito saber si tendrás tiempo para mí en Nueva York.
- ¿Follaste con César?
- Llevo follando con ese cabrón desde que tenía catorce años. Pero si lo que quieres saber es si le quiero o si hay algún lazo entre nosotros que no sea el de sus instintos y los míos, pasando por sus artilugios de dolor, puedes estar tranquila.
- No, si tranquila estoy. Y para que no te confundas, te diré que a mí César me interesa en cuanto es capaz de aceptarme como soy y sin poner trabas a mi libertad, pero que ni estoy atada a él ni lo estaré nunca. Al menos por sentimiento alguno amatorio. Anda, acércate más, y dejémonos de hacernos pajas mentales. Por supuesto que tendré tiempo para ti en Nueva York, y si no lo tengo, lo buscaré. Quiero chuparte esa dulce pollita que tienes ahí, mientras te acaricio la vulva rica que te veo y que necesito explorar ya con mi boca.
Cuando Celia se acercó lo suficiente, me puse en la boca todo su coño incluyendo el súper clítoris que temblaba tenso y golpeaba mis dientes con suavidad. Era un coño gordo y de profundo olor marino con notas de cítrico y canela, quizás también de cinamomo. Toda la cara chapoteaba en esa calentísima y pantanosa boca vertical mientras mi mano derecha hacía un embudo apiñando los dedos que metí por mi propio coño hasta casi la muñeca. Por cierto, que mi abierta vulva tampoco tenía nada que envidiarle, al menos en cuanto a su abundante lubricación. Sentí de pronto la necesidad de besarla en la boca, de tragarme su lengua, y así, me incorporé y, notando el duro miembro contra mi coño, me apliqué a proporcionar a Celia el más guarro y patinador pero dulce beso que había dado nunca. Nuestras bocas se resbalaban mutuamente mientras aspirábamos el profundo y excitante olor a coño limpio, sano y motivado. Las dos sentíamos la cara chorreando y escurridiza como nuestras vulvas, mientras las lenguas mantenían un medido combate en el que ninguna de las dos resultaría victoriosa, sino ambas, porque de esa lucha dulce en la que la ferocidad de nuestros dientes medían milimétricamente cada avance y mordisco, en que nuestras lenguas llegaban a acariciar hasta la úvula y palpaban cada resquicio, cada oquedad de nuestras bocas, nos beneficiábamos generosamente.
Así estábamos cuando alguien dio dos golpes a la puerta. La voz de Macarena, desde fuera, anunció que se iniciaba el descenso y que necesitaban a Celia en la cabina. Nos vestimos rápidamente, sin lavarnos, y bajamos dolorosamente, frustradamente, con nuestras piernas de algodón y oliendo intensamente a sexo.
-¡Joder, que rico olor a coño!, comentaron Sergio y Fernando cuando Celia se presentó para recibir instrucciones del capitán. César estaba dormido en su asiento y a su lado me senté abrochándome el cinturón. Eran las siete de la tarde hora local y un cielo rojo, casi llameante, parecía querer abrasarnos desde el exterior. Cuando nos aproximábamos al aeropuerto, los inequívocos perfiles del Empire State y de las Torres Gemelas se dibujaron en perfecto contraluz. Minutos más tarde aguardábamos ante la cola de inmigración y control de pasaportes. Después de los trámites de rigor que pasamos sin más complicaciones, recogimos el equipaje que transportó un maletero hasta la salida en donde un coche negro del Hotel Plaza nos esperaba. Tras identificarse, César me invitó a subir. Era la primera vez que me montaba en una limusina.
A las ocho cuarenta y siete en punto traspasaba la puerta rotatoria principal del Hotel. A las ocho y quince estaba dándome una ducha en la habitación del piso 22 que había reservado César. A las nueve de la noche salíamos ambos a cenar. A las nueve y veintitrés nos estábamos sentando en la mesa número siete del impresionante y exquisito comedor dorado del Four Seasons, entre Park Avenue y Lexington, en el Midtown. Huevas de sábalo con chalotes, guisantes y bacón más una estupenda langosta asada constituyó el soberbio menú que acompañamos de un vino blanco de California muy frío.