"...así que lo que hice fue subirme la falda y dejar que se me viera más de mi cuerpo que de mi atuendo"

Eran las diez treinta cuando retiraron la mesa. Nos estaban sirviendo una copa de chartreuse helado cuando un negro joven y guapo de casi dos metros, vestido con un impecable traje negro y camisa de seda color morado con cuello Mao, se acercó a nosotros y saludó a César que, a su vez, me lo presentó.
-Éste es Jacob. Esta es Daniela. Puedes llamarlo Yéicob, querida.
Y se sentó. El tipo, que casi no me miró, tenía la boca más jodidamente sensual que yo había visto así, en vivo y en directo, a menos de un metro de la mía. Dientes blanquísimos que brillaban entre labios gruesos pero no excesivos, de color berenjena pálido. Como el traje le quedaba elegantemente holgado no pude apreciar el tamaño de su paquete, con lo que fue todavía peor, pues me imaginé un pedazo de polla negra cayéndole en reposo hasta media pierna y unos huevos en consonancia. Las manos eran grandes y hermosas, con algunas pecas más oscuras y venas señaladas en el dorso. La palma la tenía como desgastada, de un color parecida a la de los blancos pero que el contraste hacía que parecieran más blancas aún, como de un enfermo de pitiriasis versicolor. El cuello, poderoso, sostenía un magnífico cráneo de orejas pequeñas y pelo muy corto y, extraño para un negro de su edad –debía andar por los treinta y cinco-, casi calvo, pues las entradas le llegaban a mitad de la cabeza. Ojos de tamaño justo e intensos y una nariz prominente pero nada obscena completaban el panorama. Tenía los pies muy grandes, seguramente calzaba un cuarenta y siete o cuarenta y ocho, y -es importante anotarlo- la ropa le sentaba de puta madre: se movía con exquisitos movimientos, aparentemente descuidados, que imprimían a su atuendo ondas dinámicas aunque tranquilas. En una palabra, este negro me gustó un huevo. Y César, y el tal Jacob creo que también, lo había notado.
Bebió un RedBull sin azucar con hielo y una rodaja de mango, mientras nosotros saboreábamos el Chartreuse. Y habló casi en clave con César. A las diez cincuenta y cinco salíamos del Four Seasons y, esta vez en el coche de Jacob, que lo trajo un diligente mozo del aparcamiento, nos encaminamos al Rainbow Room, un club en la Rockefeller Place que César frecuentaba y del que me aseguró me gustaría mucho. Y así fue, era un local espléndido. Estaba situado en la planta 65 de un impresionante edificio y nos pusieron una mesa desde la que las vistas, incluida la del Empire State, iluminado de color verde esa noche –luego supe que cambiaba de iluminación por días-, eran de ensueño. Y todo el mundo, como en el restaurante, iba muy elegante. En cierto modo, me noté un poco incómoda, pues mi ropa no era especialmente lujosa y me temo que elegante tampoco, así que lo que hice fue subirme la falda y dejar que se me viera más de mi cuerpo que de mi atuendo, lo que constituyó un éxito absoluto pues además de insuflarme autoconfianza, hizo que gran parte del personal me tuviera como objetivo.
Jacob hablaba con César en inglés y casi en un susurro. Como comencé a aburrirme me dediqué a indagar por el local, a recorrerlo con aire ausente pero fijándome casi fotográficamente en todo y en todos. Especialmente en todos, pues la verdad es que el material era de primera clase. Gente rica, del mundo de los negocios y de lo que luego supe era la mafia exquisita de Manhattan, su espuma dorada: periodistas, críticos de teatro y cine, algún actor en rodaje, escritores de fama o en busca de ella, empresarios, promotores, deportistas, presentadores de televisión, seguramente algún turista como yo y, en fin, una larga lista de profesionales en la cima o casi. Y muchas putas, sobre todo una gran cantidad de putas al estilo yanki: tías de largas uñas de cerámica, tetas de silicona y rubio teñido, todo ello enfundado en vestidos de Versace, Prada o Moschino. O sea, superelegantes y súper atractivas, las muy cabronas.
En los baños, tan grandes que el hall de los de las tías tenía una inmensa encimera con ocho lavabos grises y un gran espejo biselado de una sola pieza de más de cinco metros de largo, me entretuve un rato. Me abrí hueco a duras penas en un rincón de ese mostrador de abluciones, alrededor del cual se agrupaban como gallinas diez o doce lumis que le daban al empolvado de nariz con una dedicación casi escandalosa, y me dediqué a mirar, que a escuchar no podía pues mi inglés aún era un proyecto. Cuando ya me iba tras haber indagado en la ropa interior de casi todas, pues la mostraban impúdicamente alisándose las medias o cambiándose el támpax, escuché hablar en español.
-¿Has visto quien está ahí, Marga?
-Sí, ya me he dado cuenta. El hijoputa de Jacob con el otro cabrón degenerado de César. ¡Su muertos!, pero qué gusto el enorme pollón del negro. ¿Conoces a la tía que los acompaña?
-Ni puta idea, pero parece una cateta infeliz de las que tanto le gustan a César. La pobre, no sabe la que le espera.
-¿Le decimos algo? Parece buena chica ¿no?
-¡Y una mierda! Que se las arregle sola, como nosotros lo hicimos. Además, va a flipar con Jacob. Y si le va la marcha, también con César. ¿O no?
-La verdad es que tienes razón, cariño. A nosotras no nos fue tan mal, salvo que a mí me dejaron el culo hecho unos zorros para un mes...
Salí en seguida para verlas. Eran dos rubias de tipos espectaculares, jóvenes, que se movían con soltura y decisión en medio de ese ambiente que a mí me cortaba un poco. El culo de una de ellas, enfundado en un vestido corto de seda roja, seguramente de firma, me encogió la boca del estómago. Cuando iba a aproximarme, más motivada por lo que presentía guardaba bajo la falda que por el deseo de saber más de mis acompañantes, me di de bruces con Jacob que, con una gran sonrisa, me tomó abiertamente de la cintura y me indicó en un mal español que César me estaba buscando.
-Nos vamos, Dana. Es muy tarde y tenemos que madrugar. Nos llevará Jacob al Hotel y mañana nos recoge. Los próximos tres días los vamos a dedicar a que conozcas algo de la ciudad. Luego te prestaremos toda nuestra atención. La nuestra y la de unos amigos de Jacob que van a encantarte. Pero, primero, a moverte por Manhattan. Que a eso has venido. Entre otras cosas, ¿no? Además, te prometí que comprarías ropa y lo que quisieras.
A las tres y media de la madrugada estábamos metiéndonos en la cama. César en la suya, enorme, y yo, al lado, en la mía también grandísima. La habitación era casi como todo mi apartamento de Sevilla, y nada más dejarme caer, el sueño, como una anestesia, me transportó a la nada.

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